
Uno no elige su destino, se
conforma con lo que le toca ser: si me toca ser taxista ni modo, si me
toca ser ama de casa ni modo. Se cree que existen fuerzas caprichosas y
completamente ajenas a nuestra voluntad que escogen nuestro destino como
sociedad. Y mientras avanzamos en esta curva de aprendizaje que
llamamos democracia, no reparamos en que existe un craso error de
disonancia entre el poder y la ciudadanía que no ha sido remediado.
Este principio de fatalidad contamina, ha logrado permear todos los
rincones de nuestro sistema. El congreso no es un espacio de
representación de la voluntad popular sino un autómata que cambia de
piel cada tres años. No está en nosotros exigir el rumbo que debe de
tomar el país, más bien dependemos de que llegue uno que otro legislador
con la intención o ambición suficientes para escuchar a la ciudadanía.
Poco a poco, la política se construye entre el solipsismo y las buenas y
malas traducciones.
A esta lógica de la no-politización y las pésimas traducciones abona el programa Sin Filtro,
al contratar a personajes de la vida pública que anteriormente se les
asociaba con una postura crítica respecto a la situación mediática del
país. Detrás de los escándalos y las teorías conspiracionistas se
esconde un mensaje muy claro: no te muevas, no hagas nada, porque cuando
lo hagas alguien va a terminar comprado. La política, de nuevo, se
queda en las manos de la élite, quien generosísimamente acaba de
entregar un espacio a la juventud mexicana ¡cuánta gratitud les tenemos!
Pedimos democracia y nos dan migajas. El mensaje es la reacción de una
élite que tiene miedo a que la bajen del Olimpo.
El golpe tiene tantas dimensiones como consecuencias. La primera,
bastante inmediata, es que la gente piense que cuando nos referíamos a
la democratización de los medios de comunicación, hablábamos de un
programa de televisión. Qué ganas de rayar en lo absurdo. El golpe no
fue para deslegitimar al 132, eso ya lo han hecho los medios desde hace
meses, fue para anestesiar una discusión que acaba de abrirse en nuestra
sociedad. Por su urgencia, la agenda de democratización de medios tiene
todo el potencial para llegar a muchos otros foros de discusión y no
sólo quedarse en las aulas de las universidades y los gritos del 132. La
reacción de Televisa fue la de fingir benevolencia y autocrítica: demos
un programa a los jóvenes, hay que escucharlos. Pero eso sí, cada 7
días, los domingos a las 10 de la noche, y ya.
La segunda consecuencia, augurada en la primera, es la de un discurso
de redención por parte de Televisa. Existe la noción de que el
autócrata no es malo por ser autócrata sino por sus acciones, en este
caso encarnadas en los contenidos televisivos. Que mientras Televisa
logre dar contenidos de calidad, ésta será una empresa benéfica para la
sociedad. Nueva forma del despotismo ilustrado. La gran falacia de este
razonamiento radica en pensar que sólo existe una forma de comunicar lo
comunicable: de manera veraz. Al no haber verdadera competencia entre
las dos grandes televisoras (por la fusión Televisa-Iusacell), no
existen las condiciones para efectuar la comparación, por lo cual
tampoco existe la posibilidad de juzgar la calidad del contenido.
Nuestra esperanza en los contenidos es el síntoma de una sociedad
acostumbrada a que le mientan y desinformen.
Finalmente, la última consecuencia es que confundamos al enemigo. En
efecto, desde que se hizo pública la participación de Antonio Attolini
en el programa de Foro Tv, lo que ha sucedido es una serie de insultos y
maldiciones al mismo personaje que construyeron los medios como líder
del movimiento. Debo confesar que yo mismo entré en esta catarsis de
parodias e insultos; resulta muy fácil canalizar la indignación y el
enojo a un ser con rostro. Pero no nos dejemos llevar. El verdadero
actor político, el que mueve los hilos del discurso, es una empresa que
lleva décadas siendo sierva del poder y haciéndose de él en el camino.
Tal como dice Carlos Brito, integrante de #YoSoy132, la telecracia ha
ganado todas las batallas que se ha propuesto este año: impuso a un
presidente, metió legisladores al congreso y al senado (telebancada) y
está muy cerca de fraguar su colusión fáctica de manera legal. El poder
verdadero, el poder perverso, se oculta entre las sombras mientras
nosotros dirigimos nuestra ira a un estudiante universitario.
Todo esto forma parte de una noción política que la sociedad en su
gran mayoría comparte: la de una democracia que promete y nunca cumple; o
que sí cumple, pero de manera mediocre. El poder emana de la sociedad
para quedarse concentrado en la cima, nuestros votos sólo son el
referéndum de un sistema enfrascado en la lógica del abuso. (Y sí, en
efecto, nos conformamos con que le den un programa de televisión a la
juventud, porque los jóvenes tenemos muchas cosas que decir, ¿qué no?)
Nuestra democracia no funciona porque lo que se encuentra en medio de la
ciudadanía y el poder político es un intermediario que distorsiona los
mensajes a su voluntad. Luego nos echamos la culpa a nosotros mismos,
diciendo que nuestra apatía es la madre de todas las culpas, que
nosotros somos los que tenemos que cambiar. El discurso de la
no-politización, ese que funciona como un laberinto de pesimismos,
continúa asentado mientras nos peleamos entre nosotros. Disfrutemos de
nuestra tragedia.
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