lunes, 29 de octubre de 2012

De pesimismos sin filtro

Actualmente la política mexicana se caracteriza, más que por sus altos índices de corrupción, por su enorme fatalidad. La desconfianza en los partidos políticos y la baja participación ciudadana no son sino síntomas de un panorama más amplio que abarca a toda una sociedad. La política no es de nosotros, se suscribe a un mundo lejano e indiferente del día a día del ciudadano pedestre. 

Uno no elige su destino, se conforma con lo que le toca ser: si me toca ser taxista ni modo, si me toca ser ama de casa ni modo. Se cree que existen fuerzas caprichosas y completamente ajenas a nuestra voluntad que escogen nuestro destino como sociedad. Y mientras avanzamos en esta curva de aprendizaje que llamamos democracia, no reparamos en que existe un craso error de disonancia entre el poder y la ciudadanía que no ha sido remediado.


Este principio de fatalidad contamina, ha logrado permear todos los rincones de nuestro sistema. El congreso no es un espacio de representación de la voluntad popular sino un autómata que cambia de piel cada tres años. No está en nosotros exigir el rumbo que debe de tomar el país, más bien dependemos de que llegue uno que otro legislador con la intención o ambición  suficientes para escuchar a la ciudadanía. Poco a poco, la política se construye entre el solipsismo y las buenas y malas traducciones.

A esta lógica de la no-politización y las pésimas traducciones abona el programa Sin Filtro, al contratar a personajes de la vida pública que anteriormente se les asociaba con una postura crítica respecto a la situación mediática del país. Detrás de los escándalos y las teorías conspiracionistas se esconde un mensaje muy claro: no te muevas, no hagas nada, porque cuando lo hagas alguien va a terminar comprado. La política, de nuevo, se queda en las manos de la élite, quien generosísimamente acaba de entregar un espacio a la juventud mexicana ¡cuánta gratitud les tenemos! Pedimos democracia y nos dan migajas. El mensaje es la reacción de una élite que tiene miedo a que la bajen del Olimpo.

El golpe tiene tantas dimensiones como consecuencias. La primera, bastante inmediata, es que la gente piense que cuando nos referíamos a la democratización de los medios de comunicación, hablábamos de un programa de televisión. Qué ganas de rayar en lo absurdo. El golpe no fue para deslegitimar al 132, eso ya lo han hecho los medios desde hace meses, fue para anestesiar una discusión que acaba de abrirse en nuestra sociedad. Por su urgencia, la agenda de democratización de medios tiene todo el potencial para llegar a muchos otros foros de discusión y no sólo quedarse en las aulas de las universidades y los gritos del 132. La reacción de Televisa fue la de fingir benevolencia y autocrítica: demos un programa a los jóvenes, hay que escucharlos. Pero eso sí, cada 7 días, los domingos a las 10 de la noche, y ya.

La segunda consecuencia, augurada en la primera, es la de un discurso de redención por parte de Televisa. Existe la noción de que el autócrata no es malo por ser autócrata sino por sus acciones, en este caso encarnadas en los contenidos televisivos. Que mientras Televisa logre dar contenidos de calidad, ésta será una empresa benéfica para la sociedad. Nueva forma del despotismo ilustrado. La gran falacia de este razonamiento radica en pensar que sólo existe una forma de comunicar lo comunicable: de manera veraz. Al no haber verdadera competencia entre las dos grandes televisoras (por la fusión Televisa-Iusacell), no existen las condiciones para efectuar la comparación, por lo cual tampoco existe la posibilidad de juzgar la calidad del contenido. Nuestra esperanza en los contenidos es el síntoma de una sociedad acostumbrada a que le mientan y desinformen.

Finalmente, la última consecuencia es que confundamos al enemigo. En efecto, desde que se hizo pública la participación de Antonio Attolini en el programa de Foro Tv, lo que ha sucedido es una serie de insultos y maldiciones al mismo personaje que construyeron los medios como líder del movimiento. Debo confesar que yo mismo entré en esta catarsis de parodias e insultos; resulta muy fácil canalizar la indignación y el enojo a un ser con rostro. Pero no nos dejemos llevar. El verdadero actor político, el que mueve los hilos del discurso, es una empresa que lleva décadas siendo sierva del poder y haciéndose de él en el camino. Tal como dice Carlos Brito, integrante de #YoSoy132, la telecracia ha ganado todas las batallas que se ha propuesto este año: impuso a un presidente, metió legisladores al congreso y al senado (telebancada) y está muy cerca de fraguar su colusión fáctica de manera legal. El poder verdadero, el poder perverso, se oculta entre las sombras mientras nosotros dirigimos nuestra ira a un estudiante universitario.

Todo esto forma parte de una noción política que la sociedad en su gran mayoría comparte: la de una democracia que promete y nunca cumple; o que sí cumple, pero de manera mediocre. El poder emana de la sociedad para quedarse concentrado en la cima, nuestros votos sólo son el referéndum de un sistema enfrascado en la lógica del abuso. (Y sí, en efecto, nos conformamos con que le den un programa de televisión a la juventud, porque los jóvenes tenemos muchas cosas que decir, ¿qué no?) Nuestra democracia no funciona porque lo que se encuentra en medio de la ciudadanía y el poder político es un intermediario que distorsiona los mensajes a su voluntad. Luego nos echamos la culpa a nosotros mismos, diciendo que nuestra apatía es la madre de todas las culpas, que nosotros somos los que tenemos que cambiar. El discurso de la no-politización, ese que funciona como un laberinto de pesimismos, continúa asentado mientras nos peleamos entre nosotros. Disfrutemos de nuestra tragedia.

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