Nota de Bernardo Barranco V. para La Jornada.
La elección del cardenal José Francisco Robles Ortega,
arzobispo de Guadalajara, como nuevo presidente de la CEM es una clara señal
política del episcopado para facilitar la relación, la convivencia y los apoyos
entre el próximo gobierno de Enrique Peña Nieto y los obispos mexicanos. Es
evidente que la vía política, en la historia reciente del episcopado, le ha
otorgado jugosos dividendos y mayores privilegios, que sin empacho se dispone
alcanzar nuevos beneficios y concesiones al futuro gobierno.
Los mayores logros
y posicionamientos del episcopado los ha obtenido negociando con la clase
política mexicana. Por tanto, la designación de Robles tiene un destinatario:
Enrique Peña Nieto. En la corta trayectoria del mexiquense se ha distinguido
por su disposición a negociar con la jerarquía católica, así como consentir al
alto clero con delicadezas materiales y atenciones de privilegio. En otras
palabras, el próximo presidente de la República desempolva la tesis salinista
de la necesaria participación del clero católico como un factor clave para la
gobernabilidad.
El cardenal Robles Ortega fue poyado por el sector más
conservador del alto clero, encabezado por los cardenales Norberto Rivera y
Sandoval Íñiguez, quienes apuntalan una cadencia política y uso del poder
eclesiástico en las políticas públicas frente al aperturismo con estilo
concertador que encabezó Carlos Aguiar Retes. Bajo el calificativo de
protagónico Aguiar Retes, soportó metralla de los halcones del episcopado,
quienes encontraron en Robles Ortega una nueva carta que no pudo resistir y se
desdibujó la oferta continuista representada por monseñor Rogelio Cabrera
López, flamante arzobispo de Monterrey.
El episcopado ha optado una vez más por la línea política y
la vía de imbricación con el poder. Opera con estricto apego a los manuales de
los grupos de presión de los poderes fácticos. Los mensajes episcopales, de que
el regreso del PRI a Los Pinos no supone el retorno del autoritarismo político,
así como la apertura de diálogo y cooperación de Robles, nos indican
posicionamientos de apoyo institucional y de cimentación de una relación
constructiva con el nuevo gobierno peñista. Los obispos pasaron a los hechos y
colocaron en la presidencia de la CEM a un obispo amigo de la cultura política
del grupo Atlacomulco. No debe pasarse por alto que la formación pastoral como
obispo de Robles ha transcurrido en la práctica política mexiquense, es decir,
el mayor argumento de José Francisco Robles Ortega como candidato a la CEM fue
su cercanía con el grupo que gobernará en unos cuantos días el país.
Efectivamente, desde 1990 hasta 2003, Robles Ortega convivió, negoció, se
mimetizó y se dejó consentir por el grupo Atlacomulco, encabezado entonces por
Arturo Montiel, mentor y maestro político de Peña Nieto. Sin embargo, en la
nueva estructura de la CEM, el cheque no es totalmente en blanco, el obispo
auxiliar de Puebla, Eugenio Lira Rugarcía, nuevo secretario de la CEM, es un
joven prelado –cuyo principal mentor ha sido el actual nuncio en México, el
francés, Christophe Pierre–, quien poco a poco y casi de manera silenciosa se
está convirtiendo en un nuevo polo de poder en el episcopado mexicano. Muy
probablemente el punto intermedio entre la presidencia y la secretaría se
juegue bajo la influencia de la actual nunciatura apostólica.
A su vez, Enrique Peña Nieto no ha ocultado sus
inclinaciones católicas. Siendo gobernador se mantuvo interesado en cubrir las
necesidades y requerimientos de los 14 obispos mexiquenses. Atento a festejar
los cumpleaños de los prelados, en especial de Onésimo Cepeda, ir a cada
reunión de la CEM durante seis años. Peña Nieto no escatimó recursos para
proveer de atenciones y privilegios materiales a los prelados. En 2009 financió
la numerosa comitiva clerical, en la que Peña visitó al papa Benedicto XVI para
presentarle con grandes reflectores a su futura esposa Angélica Rivera.
La Iglesia católica ha venido ganando agudeza política para
posicionarse desde los tiempos del nuncio Girolamo Prigione. Cada vez más
astuta, sabrá sacar provecho político con creces, aprovechará coyunturas para
ejercer todo su peso simbólico. Usará su lobby para posicionar su visión, misión
y acentos políticos propios. Peña Nieto y el PRI, con su apoyo a la reforma del
artículo 24 constitucional sobre la libertad religiosa, han abierto la puerta
para que la jerarquía católica irrumpa con mayor empuje en la escena política
del país; veremos las consecuencias. Ésta se ha beneficiado de un diagnóstico
errado formulado por la clase política, que otorga un excesivo peso electoral
al clero y, por tanto, la Iglesia goza de una sobredeterminada gravitación en
la estabilidad política del país. Sin duda, el próximo presidente parece
resignificar las viejas tesis salinistas sobre el papel político de la Iglesia
y asignarle un papel de aliada estratégica.
Más allá de los intereses visibles acariciados por la
jerarquía desde hace años –medios de comunicación e incidencia en la educación
pública, financiamiento público, etcétera–, el tema que está de fondo es el
debilitamiento del carácter laico del Estado mexicano, aun con toda la reforma
al artículo 40, se corre el riesgo de convertirse con Peña en letra muerta. Una
jerarquía posicionada y filosa para incidir en las políticas públicas. El mayor
riesgo es que Enrique Peña Nieto privilegie con sus decisiones a la Iglesia
católica en detrimento de las demás iglesias y multitud de expresiones
religiosas que han venido floreciendo en las últimas décadas. Esto es, que el
Estado deje de ser garante de la necesaria equidad y protección de las
minorías. La amenaza es real, con una Iglesia en el poder, la intolerancia
puede imperar no sólo ante otras confesiones, sino contra los grupos que
reivindican derechos de minorías, como los homosexuales. El peligro es latente
para que Peña Nieto ceda y se retroceda en las políticas de género y las
conquistas, aún insuficientes, que han alcanzado las mujeres. Efectivamente, no
sólo estamos ante la elección de un nuevo prelado en la presidencia de la CEM:
estamos en la configuración de nuevos entramados políticos y apuestas políticas
que determinarán nuestra itinerario inmediato.
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