Texto de Carlos Fazio para La Jornada.
El régimen conservador de Felipe Calderón heredará al país
un Estado de guerra permanente. Una sociedad sumida en la violencia, el terror
y el caos. Y en muchos espacios del territorio nacional, una sociedad
militarizada y paramilitarizada. El dispositivo ideológico de la violencia
institucionalizada es el miedo. Un miedo aterrorizante, paralizador, potenciado
por una estrategia comunicacional no desprovista de ideología. Una estrategia
mediática enajenadora e invisibilizadora de la realidad, que como parte sustancial
de las operaciones de guerra sicológica utiliza diferentes máscaras.
Con la salvedad de que esa violencia cotidiana de apariencia
demencial –puesto que se trata de una violencia reguladora planificada que
forma parte de una técnica coercitiva gubernamental–, ya normalizada, y el
estado de excepción permanente instaurado por Calderón, no se deben a la
ausencia del Estado, sino a la presencia de un Estado reformado cuya función es
generar ese tipo de escenarios de terror y caos para garantizar la imposición y
la eficacia del actual modelo de acumulación capitalista, con eje en la
privatización y la desregulación de la economía, en detrimento de las
conquistas y los derechos de los trabajadores y las libertades
constitucionales.
Tendencialmente, la reorganización del Estado con un perfil
policial-militar llevaría a la construcción de lo que Robinson Salazar llama
ciudadanías del miedo y Naomi Klein denomina “democracia big brother”, cuyo
objetivo central es llevar la guerra de baja intensidad a la ciudadanía
mediante la eliminación de los derechos políticos y el recorte de los sociales
y laborales. Ergo, el modelo de la Seguridad Democrática de Álvaro Uribe en
Colombia. Es decir, la conjunción de paramilitares, narcotraficantes y
políticos y empresarios ligados a la economía criminal, que llevaron a la
configuración de un Estado delincuencial y mafioso en ese país sudamericano. Un
modelo cuya institucionalización en México corresponderá aterrizar ahora a
Enrique Peña y el nuevo PRI, con la mediación del mejor policía del mundo, el
colombiano Óscar Naranjo, quien responde a los intereses de Washington.
La articulación entre la neoliberalización de la economía y
la represión marcan la tendencia hacia un terrorismo de Estado de nuevo tipo,
funcional a la actual fase de reapropiación territorial y saqueo neocolonial
trasnacional hegemonizada por Estados Unidos. No en balde la militarización de
la seguridad pública en México ha sido impulsada y alimentada por Washington.
El involucramiento de las fuerzas armadas mexicanas en funciones policiales –a
la manera de un ejército de ocupación de su propio país o como brazo armado del
poder civil–, sigue la lógica del combate al enemigo interno propia de la vieja
Doctrina de Seguridad Nacional, replanteada hoy conceptual y operativamente por
el Pentágono. Un enemigo interno a aniquilar o exterminar, pero que a falta de
unas guerrillas operativas o actuantes –como en el caso colombiano– es
necesario combatir de manera preventiva bajo la mampara de la guerra a las
drogas o al crimen organizado, para lo que fue necesario generar nuevos
sentidos o matrices de opinión que permitan generar vínculos justificadores de
la contrainsurgencia, como narcoterrorismo y narcoinsurgencia, propalados por
la actual secretaria de Estado, Hillary Clinton. Categorías introductorias, a
la vez, de la guerra urbana como pretexto de la seguridad, todo lo cual ha
llevado a una acelerada colombianización del flanco estratégico de Washington.
Paradójicamente, todo ello ocurre en el seno de un Estado
mexicano escindido, que opera a la manera de dos Estados superpuestos –pero
articulados e integrados por dos dinámicas contradictorias–, en uno de los
cuales imperarían los principios del Derecho (proyectados por la Constitución y
las leyes y compatible con los parámetros jurídicos internacionales), y en el
otro una cierta ideología de la violencia estatal y paramilitar, como sustento
de un aparato de poder fáctico al servicio de una minoría plutocrática y
cleptocrática, insostenible sin altas dosis de violencia.
Al referirse al actual modelo de México: el Estado
colombiano, Javier Giraldo identifica una identidad estatal profundamente
escindida, pero cuya única posibilidad de conservar su unidad icónica fue la
del ocultamiento o negación de parte del yo estatal convirtiéndola en una
alteridad ficticia, asumida con fuerza en el discurso como alteridad real. Al
buscar cierta analogía entre ese tipo de anomalía y la siquiatría, el jesuita
colombiano descubrió que frente a fenómenos de un yo escindido, confuso,
ambiguo, que llega al extremo de creerse otro y de definirse como otro, surgió
lo que denomina un Estado esquizofrénico, una de cuyas manifestaciones más
evidentes (pero no la única) es sin duda la estrategia paramilitar del Estado.
Es decir, la conformación de una franja de la sociedad civil integrada de facto
a la violencia del Estado sin reconocimiento formal, lo que permite al Estado
como al Establecimiento identificarlo en el discurso formal como un no Estado,
aunque sea de público dominio su íntima relación, histórica y estructural, con
las instituciones oficiales. Fenómeno que se reproduce hoy en el México de
Calderón.
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