La primera razón por la que ha de someterse a juicio a
Felipe Calderón es por haber impuesto, sin necesidad, la guerra a México. El
combate al crimen organizado, urgente y necesario, debió haberse llevado a cabo
con energía, firmeza y eficacia, pero sin exponer a la nación a un baño de
sangre que no tiene todavía visos de terminar, en virtud de que no hay cambio
ni de perspectiva ni de estrategia con el nuevo gobierno.
En un Estado moderno, en una democracia, no puede ni debe
ese que ocupa la jefatura del Estado y está a cargo
de la comandancia general de las fuerzas armadas desatar una
guerra sin consultar a su pueblo y sin la autorización del Poder Legislativo.
Quien de esa manera actúa, quien así violenta las formas de vida democrática, y
en la medida en que es solo suya la responsabilidad ha de asumir las
consecuencias políticas y judiciales de sus actos.
A nadie consultó Calderón. A nadie pidió permiso. Sin un
diagnóstico preciso de la situación, sin una estrategia definida, sin objetivos
claros. Sin prever tampoco las consecuencias fatales de embarcarse en una
cruzada sangrienta, ordenó, apenas iniciada su gestión, el despliegue de
decenas de miles de efectivos militares en el territorio nacional.
Lo hizo sin considerar el principio jurídico y estratégico
de la necesidad y la proporcionalidad. Solo ha de irse a la guerra agotadas
todas las instancias y cuando la sobrevivencia misma de la nación está en
juego. Cuando es absoluta y totalmente necesario.
Solo ha de irse a la guerra cuando se ha medido, con
precisión y responsabilidad, la capacidad de respuesta del enemigo y se está
preparado para la misma. Solo ha de aplicarse la fuerza necesaria y con la
contundencia debida para que el enemigo no reaccione proporcionalmente, como
está obligado a hacerlo y el conflicto se perpetúe.
Calderón, en la comodidad de sus oficinas blindadas, sin
pisar jamás el terreno de combate, no se detuvo a pensar en esto. Actuó movido
por intereses mezquinos y facciosos que nos toca descubrir y exponer. Convirtió
un asunto estrictamente policiaco en la más grave amenaza que ha enfrentado y
enfrenta la seguridad nacional y las ciudadanas y los ciudadanos en la historia
reciente. A los criminales los volvió enemigos y regido por la lógica de la
guerra decidió su exterminio y no su presentación ante la justicia.
Presentación que, por otra parte, era imposible dado que, al
desatar la guerra, Calderón precipitó el colapso de los cuerpos policiacos, los
ministerios públicos, el sistema penitenciario y el sistema judicial mexicano, ya
de por sí sometidos a la acción corrosiva de la corrupción. Como un juego de
naipes todo terminó de venirse abajo al sacar la tropa a la calle y suponer que
podría, sin tener preparación ni atribuciones, cumplir con labores policiacas.
El despliegue masivo de tropas con el aparente propósito de
brindar seguridad a la población no hizo sino exponerla a más peligros. Por un
lado la dejó más vulnerable todavía a las represalias de los criminales y, por
el otro, la volvió blanco fácil de una tropa que, sin preparación ni protocolos
y con miedo, se comportó como elefante en cristalería.
El enorme poder de fuego del Ejército que produjo el
inmediato y proporcional escalamiento del poder del fuego del narco hizo crecer
exponencialmente las llamadas bajas colaterales. Los civiles asesinados por
unos y otros fueron en aumento, igual que la cantidad de desaparecidos. Por
estas muertes, en tanto que decidió y condujo la guerra, ha de ser enjuiciado
también Calderón.
Y la condujo, y esta es la tercera razón por la que debe
llevársele a juicio, con criminal ineficiencia sometiendo las operaciones
militares a sus intereses propagandísticos y políticos. Hizo Calderón la guerra
con brutal ineptitud sometiendo a los mandos militares a una presión por
resultados que los hizo primero cometer trágicos errores y después, con tal de
anotarse éxitos, optar por la creación de cuerpos paramilitares y escuadrones
de la muerte libres de toda atadura institucional.
Este tipo de acciones, el hecho de que, por ejemplo, la
Marina comenzó a operar con el principio de no hacer prisioneros, radicalizó la
posición del crimen organizado sabedor de que rendirse ya no era opción y
sembró en el seno de las mismas fuerzas federales el germen de una profunda
descomposición. La que pagó con sangre fue, como siempre en estos casos, la
población civil.
Desde el punto de vista táctico, por otro lado, los golpes
de mano, las ejecuciones extrajudiciales, la acción de la tropa lenta, ineficiente
y previsible provocaron la dispersión de las grandes organizaciones y la
creación de centenares de bandas aún más violentas y despiadadas que los
carteles tradicionales.
Por el fortalecimiento del crimen, resultado de su guerra
fallida, ha de juzgarse también a Calderón. Fueron las suyas solo victorias
pírricas; buenas solo para spots y entrevistas a modo, para el obsceno
lucimiento, en su espejo de la tv, de un megalómano que, por el bien de la
nación y para que esto no vuelva a ocurrir, ha de sentarse en el banquillo de
los acusados.
http://elcancerberodeulises.blogspot.com o
Una guerra con la población desarmada.
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