viernes, 18 de enero de 2013

Nomás por decir


Ley de (resignación) víctimas


El show tuvo lugar en la morada presidencial de Los Pinos, salón López Mateos. Acudieron los entacuchados y, por supuesto, el cabecilla del organigrama: Enrique Peña Nieto. Impecable gente. Comenzó el acto. En el aire un signo torcido. En momento dado, no pregunten cómo, aparece el contradictorio activista, el poeta de las causas justas; hubo discurso: pulcro, sentido, coherente. Entre sollozos, aplausos y demás, dieron bienvenida a nueva Ley de Víctimas.

Básicamente: se respalda al pueblo que padece un sinsentido. Detallazo. Resulta que el Estado hace el papel de  madre arrepentida. Se establece que familias podrán aliviar sus penas, y se  reparará un daño causado por el mismo aparato que instituye la ley.
¿Debemos, entonces, sentir nuestro destino más sólido? Supongo con el tino de un moribundo: amparados estamos por un gobierno caritativo. La ley, firmada casi sin pensarlo -quiero imaginar-, intenta redimir al verdugo. Pero hay un remoto buenintencionismo: es posible que nuestro sistema haya caído en cuenta de la necesidad pública. -Remoto, dije; posible-  

No se tuvo el miedo como en aquella sintética modificación a la ley del trabajo. Ahora se siente un brazo benévolo de nuestros legisladores, que escucharon súplicas y descendieron a este valle de lágrimas -qué mesiánico- para hacernos ver que sí desquitan su diezmo. 

Pero lo importante, lo vital: ¿la mentada ley también podrá ampararnos del gobierno y su violencia burocrática? , o ¿simplemente es un recurso de ablandamiento social? No quiero ser mal pensado. El decreto tiene aristas nobles, sí; lo que me ocupa es la disección de su cuerpo. Yo hablo desde el lugar más vulnerable. He visto los estragos de la delincuencia organizada. Sé de familias que sufren, como he dicho, un sinsentido, un juego de soldaditos y bandoleros de plástico. Es difícil concebir una ley como esta, en un país como el nuestro, donde la cifra de victimarios sobrepasa el número de víctimas. 

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