Por Pedro Miguel para La Jornada.
Bueno, los astrónomos y los astrofísicos contemporáneos dicen
que será gradual: conforme al Sol se le agote el hidrógeno del tanque y se
hinche y se ponga colorado, la Tierra se secará, perderá su atmósfera y, ya
convertida en un pedrusco chamuscado, terminará siendo engullida por la bola de
fuego monstruosa y agonizante en que se habrá convertido el disco solar antes
de colapsar sobre sí mismo y transformarse en una enana blanca, de esas que
parece que no matan una mosca. Eso, suponiendo que no ocurra antes una colisión
con algún asteroide grandulón. Pero no hay razón para preocuparse ante tal
perspectiva, porque no se concretará antes de 5 mil millones de años y para
entonces no quedarán ni fósiles de los seres humanos. Es decir, entre este
diciembre de 2012 y el fin del planeta nos separa un lapso 7 millones de veces
mayor que el que hay entre nosotros y los dinosaurios, que es nomás de 65
millones de añitos.
Esta cultura o esta incultura nuestra ha resultado
escatológica en sus dos acepciones: por una parte, al cristianismo le encantan
las fantasías masoquistas sobre éskhatos, es decir, sobre lo último (juicios finales,
infiernos, colapsos de la civilización, fines del mundo), y de allí las
profecías de temporada, que igual pueden ser atribuidas a Nostradamus que a
unos sacerdotes mayas; por la otra, adora hurgar en la caca (skatós), como
puede colegirse de la proliferación de publicaciones sensacionalistas, reality
shows y chismarajos espumeantes acerca de los usos y costumbres privados de las
personas célebres. En una puntualización divertida y escandalizada, el difunto
Leonardo Castellani, sj, señalaba:
“Hay dos palabras morfológicamente parecidas en español:
‘escatológico”, que significa pornográfico –de skatós, término griego que
significa ‘excremento’– y ‘esjatológico’, que significa ‘noticia de lo último’
–de éskhaton, ‘lo último’–, las cuales son confundidas hoy día, por descuido o
posdescuido o ignorancia o periodismo, incluso en los diccionarios (Espasa,
Julio Casares); de modo que, risueñamente, el apóstol San Juan resulta un
escritor ¡pornográfico o excremental!”
Tal vez la homonimia no sea tal, si se considera la metáfora
esjatológica (para darle gusto al buen Castellani) de un mundo que se va a la
mierda o que se hace ídem por efecto del cambio climático o de la hinchazón
final del Sol, por previsión del alucinadote de Juan de Patmos, presunto autor del
Apocalipsis bíblico, o por programación de unos sabios mesoamericanos un tanto
hipotéticos que, cuando ordenaron esculpir no sé qué fecha en una estela,
seguramente estaban pensando en algo muy distinto al fin del mundo. No tiene
mucha importancia. El caso es que ahí vamos otra vez con la misma cantilena, y
como ahora no había cometas ni asteroides al alcance de la mano, ni error del
año 2000 (el ahora olvidado Y2K), ni un verso fumado en las Centurias de Michel
de Nôtre Dame, alguien se fijó en la estela 6 de Tortuguero, sitio arqueológico
situado en Macuspana, Tabasco, para inventarse el apocalipsis en ciernes. En
ella se fijó el final del 13 Bak’tun para el 4 ahau 3 kankin (que cae el 21 o
el 22 de diciembre próximo) y, con él, el fin de la quinta cuenta larga (poco
más de 5 mil años). Me parece que no tenemos la menor idea de para qué querían
unidades de tiempo tan dilatadas los mayas del periodo clásico.
En años recientes hemos presenciado tantas profecías sobre
el inminente fin del mundo (fallidas, claro, porque si hubiera parque no
estaría Ud. aquí) que el embuste del 13 Bak’tun ha sido explotado más bien a
partir de explicaciones tranquilizadoras y racionales: no, qué barbaridad, cómo
creen: en realidad los mayas no quisieron decir eso que se les atribuye, sino,
más bien, que el 21 (o el 22) comenzará una etapa de cambios trascendentales, o
una renovación, o una transición hacia algo, o el surgimiento de una energía
cósmica positiva propicia para la transformación; es recomendable, en
consecuencia, que abras tu espíritu a los cambios, expulses de ti las vibras
negativas y afines tu percepción para captar las ondas que anuncian la nueva
era. No faltan, de paso, quienes aprovechan para vender viajes a sitios con
alto contenido energético (puede ser el Tíbet o Teotihuacán), terapias
zodiacales, inmersiones en el flujo celeste y proyecciones de sicomagia en la
frecuencia de la esoteria de fusión, en la que los aromas del budismo zen
armonizan (¡claro!) con los baños de temazcal y con las ensaladas de flores de
Bach, ricas en fibra. Uf, mejor sería quedarse con los delirios de Juan de
Patmos, que por lo menos chorrean truculencia y no se andan con pretensiones de
buena vibra.
Por supuesto, al mundo le importa un comino su pretendido
fin, la supuesta transición hacia algo o el inicio de una era de sutiles
mutaciones metagalácticas y todos los días, o más bien a cada hora, inaugura
ciclos cortos y largos de cambios, transformaciones, transiciones y también,
por qué no decirlo, regresiones y caídas a las peores oscuridades. Ni los
adivinos mayas de esta fábula ni Ugo Buoncompagni, mejor conocido como Gregorio
XIII, y a cuyo apodo de Papa debe su nombre el calendario que hoy se usa en la
mayor parte del planeta, tenían razones para interesarse por algo tan remoto y
sin sentido como nuestra época, y hay motivos para dudar que el Cosmos tenga
alguna noción de las menudencias calendáricas que nos desvelan o que, al menos,
nos hacen caer en garras de mercaderes inescrupulosos.
Habría que agregar, de paso, y sin ningún afán peyorativo,
que los conocimientos cronológicos desarrollados por la cultura maya,
admirables sin duda, eran un instrumento indispensable de cualquier
civilización de la antigüedad basada primordialmente en la agricultura, y que
la asiria, la caldea, la egipcia y la china, entre muchas otras, realizaron
codificaciones y mediciones cronológias de precisión comparable a los sistemas
calendáricos mesoamericanos.
En suma, aquí no pasa nada adicional a lo que ya está
pasando. Pero entre que son peras o que son manzanas, ustedes pónganse cómodos,
preparen palomitas para observar el espectáculo (no puede haber un juicio final
decoroso sin fuegos artificiales) y no se rían, que la risa es diabólica y
ofensiva al Señor, como lo estipularon en su momento Juan Crisóstomo, patriarca
de Constantinopla, y Agustín de Hipona, padre de la Iglesia. Ya viene el fin
del mundo y andaremos con un gran ajetreo, así que nos vemos después. Y si se
topan con algún vendedor de apocalipsis en cualquiera de sus versiones, sorrájenle
esto:
Este juicio final sobrevendido,
este último momento cacareado,
es causa de jolgorio y no de enfado
para el mundo prosaico y descreído.
Así será por siempre y así ha sido:
mercachifle no falta que, avispado,
nos presente como hecho comprobado
algún apocalipsis, y haga ruido.
Hoy ocurre lo mismo: la quiniela
del partido final está sin falla
esculpida en la piedra de una estela.
Embaucador infame, mal te vaya;
ve a contarle más cuentos a tu abuela
y caiga en ti la maldición del maya.
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