Nota de Sin embargo.
¿Tendrá conciencia el señor Emilio Chuayffet Chemor,
flamante Secretario de Educación del gobierno de Enrique Peña Nieto? La
pregunta obedece a sus cuentas pendientes por su participación en un crimen de
Estado.
¿Lo perseguirán en sus sueños las ánimas
de esos 45 tzotziles
cruelmente asesinados en Acteal? Siempre me he preguntado si la clase de
políticos impunes e indolentes tienen conciencia; si la llamada “razón de
Estado” les permite luego de cometer todo tipo de atrocidades, conciliar un
reparador y placentero sueño cada día. Me pregunto cómo pueden convivir con los
fantasmas de las personas que han perjudicado hasta la muerte.
Chuayffet es el
paradigma de la infamia. El típico responsable que se lava las manos como
Poncio Pilatos y se autoconvence, ante la impunidad que le brinda el Estado
corrupto y corruptor mexicano, que él no tuvo nada que ver en la ignominiosa
matanza de indígenas del 22 de diciembre de 1997 en Chiapas.
Tal vez, Chuayffet
no tenga conciencia, me dicen algunos. Sin embargo, se ha comprobado que todo
sujeto posee una conciencia, la diferencia estriba en la perversidad y el nivel
de maldad de cada ser humano. Hay quienes no les afecta el mal que producen;
mientras a otros, sencillamente les arruina la vida. No es el caso de
Chuayffet. Su maldad está por encima de su moral. La alevosía con la actúo en
la guerra de baja intensidad contra los zapatistas durante su gestión como
Secretario de Gobernación de Ernesto Zedillo, ha quedado de manifiesto y generó
miles de muertos, desplazados y enfrentamientos entre los pueblos de los Altos
de Chiapas. Pero Chuayffet sabía lo que iba a ocurrir. Desde octubre de 1997,
Tatic Raúl Vera le advirtió en una carta de lo que iba a suceder en aquellas
tierras y él no hizo nada, al contrario, permitió que los paramilitares
actuarán bajo su mirada cómplice.
De que Chuayffet es uno de los responsables
intelectuales de la matanza de Acteal por acción y omisión, no nos queda la
menor duda después de leer los informes de la fiscalía, aunque él finja
demencia y se atreva a decir ahora en el 15 aniversario, que la matanza de
aquellos 45 tzotziles no deja de dolerle. Lo dudo. Y explicaré por qué no creo
en su supuesto dolor, ni arrepentimiento. En este tiempo de canallas que nos ha
tocado vivir, los sufrimientos ocasionados por el cáncer, la lepra o el
alzheimer, han sido analizados a profundidad por médicos y científicos
especializados. Sin embargo, la hijoputez de algunos hombres que habitan el
universo sencillamente no ha sido investigada. Por eso, Marcelino Cereijido se
atrevió a publicar un libro titulado “Hacia una teoría general sobre los hijos
de puta. Un acercamiento científico a los orígenes de la maldad”.
Este biólogo
argentino que ha analizado la ruta de 3,700 millones de años de la llamada
evolución humana, se dio a la tarea de hacer este magnífico ensayo sobre la
hijoputez, uno de los peores males que acosan a la humanidad. Cereijido se
pregunta si la hijoputez humana es inherente a la vida, así como lo es la
muerte; es decir, si hay algo en los genes que obligue a los hombres a ser más
perversos que otros. Y efectivamente concluye que existen determinantes
biológicos que causan un inmenso dolor a los demás, pero advierte que la
perversidad está determinada igualmente por componentes culturales. Es
importante señalar que el autor desvincula a las trabajadoras sexuales como
fuente de este mal. Por el contrario, más allá del coloquialismo procaz de la
palabra hijoputez, intenta darle una entidad real a esta actividad humana tan
poco investigada. Por tanto, encontró que en el cerebro, ese órgano que
generalmente no alcanza a pesar un kilo y medio, entre más grande es, mayor es
la hijoputez: “Sobre todo si tomamos en cuenta la condición adicional de que
para ser hijo de puta no basta damnificar al otro, sino también ser consciente
de que lo estamos perjudicando. Ante ello, y si en realidad la hijoputez tiene
bases biológicas, debemos dar por sentado que “ese algo” biológico está
contenido en los 1.4 kilogramos de células que componen al cerebro”, dice.
Me
pregunto entonces de qué tamaño será el cerebro de Chuayffet, de qué forma ha
utilizado los atributos biológicos que nos permiten sobrevivir lícitamente y
los ha transformado en células perjudiciales. Es obvio que los seres humanos
estamos insertados también en “cadenas tróficas”, es decir, que el tener que
devorar a otro organismo para sobrevivir nos ha llevado a desarrollar instintos
primitivos; a tal grado, que algunos transforman esas células que nos permiten
sentir, amar, solidarizarnos, cooperar o pensar en los demás, en componentes
para abusar del otro, matarlo o cazarlo. En este caso particular, Chuayffet no
exhibe un particular remordimiento por la matanza de Acteal de la que fue
cómplice con Ernesto Zedillo y Jorge Madrazo Cuéllar, entre otros. Y no lo
exhibirá mientras siga ostentando patentes de corso como puestos de
representación popular, cargos en el PRI o desde su posición de Secretario de
Educación. Las capas de su cerebro que le han permitido cometer semejantes
vilezas son dignas de investigación. La maldad, crueldad, perversidad de
algunos hombres supera a la de los animales, quienes se autolimitan y no matan
más de lo que necesitan para sobrevivir. Tal vez, por eso, el activista Abbie
Hoffman dijo alguna vez: “Si los hombres fueran obligados a comer lo que matan,
no habría guerras en el mundo”.
Este contenido ha sido publicado originalmente por
SINEMBARGO.MX en la siguiente dirección:
http://www.sinembargo.mx/opinion/24-12-2012/11568.
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