Columna de Pedro Miguel para La Jornada.
Tal vez el drama central de este hombre sea que quería ser
querido y que con ese objetivo hizo todo lo que hizo. Entre todos los caminos
posibles para lograrlo escogió desde muy joven el de la transgresión: fue el
hijo desobediente de su papá, el discípulo fementido de Castillo Peraza, la
oveja negra del equipo foxista, el político institucional que mandó al diablo
–ese sí– a las instituciones al encaramarse a la cúspide de éstas haiga sido
como haiga sido, según confesión propia.
Aunque nunca fue un político popular, su candidatura
presidencial no generó expresiones multitudinarias de repulsión, como le
ocurrió seis años más tarde a su inminente sucesor. Sin embargo, al llegar al
cargo en forma tan desaseada como llegó, se encontró con el repudio masivo de un
tercio del electorado –34 por ciento, los votantes de López Obrador–, el
menosprecio condescendiente de otro tercio –27 por ciento, los votantes de
Roberto Madrazo, reducidos a 22 por ciento por efecto del fraude
foxista-elbista-ugaldista– y la indiferencia de la ciudadanía remanente.
Tal
vez habría logrado ser aceptado si hubiese intentado un ejercicio de
reconciliación, apertura y diálogo, pero para eso se requiere de modestia,
contención y visión de Estado y tales atributos no son lo suyo. Optó, en cambio,
por exacerbar los conflictos, profundizó y generalizó la corrupción en las
dependencias públicas –desde los célebres contratos de compra de gas natural a
Repsol hasta la Estela de Luz– y se embarcó en un populismo violento y
autoritario con implicaciones genocidas: Calderón se empeñó en publicitar la
idea de que es lícito poner fin a la criminalidad por medio del asesinato de
los delincuentes. Pero nunca se refirió a la otra cara del fenómeno: si en el
país hay algunos cientos de miles o millones de asesinables, la proliferación
se debe a que han sido orillados a la delincuencia por el modelo económico
impuesto, sostenido y profundizado desde el gobierno mismo.
Al principio el repudio y el desprecio amainaron y en
algunos casos se convirtieron incluso en aprobación entusiasta, no sólo entre
las clases medias urbanas, sino también en las zonas rurales afectadas por la
criminalidad. Pero pronto la estrategia de guerra resultó insostenible porque
la cruzada contra la violencia delictiva desembocó en un incremento de todas
las violencias –la criminal, la individual y la de las corporaciones policiales
y militares–; la tasa de homicidios creció en forma imparable y la
desintegración social e institucional adquirió rango de catástrofe. Los deudos
de miles de muertos –inocentes todos, pues nunca se les dio la oportunidad de
ser juzgados y declarados culpables– fueron a los foros oficiales, a las calles
y a los medios a exigir el fin de la impunidad y un alto a la guerra en la que
Calderón, ansioso por realzar su popularidad, embarcó al país.
Siempre deseoso de transferir propiedades y obligaciones
públicas al lucro privado, de reducir garantías, de acabar con los derechos
laborales, de aplastar a las organizaciones sociales, Calderón ensanchó de
manera sistemática el círculo de sus odiantes y mientras más lo ensanchaba con
más firmeza apostaba a hacerse querer presentándose como gallito muy bragado.
En cambio, ante sus mandantes reales, la oligarquía empresarial y el gobierno
de Estados Unidos, su sentido de la transgresión y de la rebeldía nunca
traspasó los límites de lo discursivo: en una ocasión lanzó una amenaza
destemplada e inconsecuente contra los empresarios evasores y más de una vez
alzó la voz contra el gobierno de Washington. Pero, en los actos, fue obsecuente
y sumiso hasta la abyección con unos y con el otro.
Su drama es que quería ser querido. Su error fue buscar ese
objetivo por medio de la transgresión y se enfrentó a la gran encrucijada: o
transgredía las lógicas de complicidad, encubrimiento y corrupción del régimen
oligárquico que lo ponía en la presidencia para servirse de él o transgredía la
ética, las leyes y algunos de los principios que le habían inculcado desde
pequeño, como no robar, no matar y no mentir. Optó por lo segundo y por eso está
a punto de convertirse en uno de los ex gobernantes más odiados en la historia
reciente del país. Como Salinas.
La gran diferencia entre uno y otro es que Calderón, más
ingenuo y simple, quería ser querido y ahora es un perdedor. Su antecesor y
benefactor priísta, en cambio, posee una personalidad más compleja: deseaba ser
odiado y es, en esa perspectiva, un hombre de éxito.
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