Columna de Pedro Miguel para La Jornada.
Quedan tus huesos. Déjame guardarlos con amor, que en ellos
se sedimenta tu historia desde que estabas en el vientre de tu madre hasta que
terminaste de ser: se hicieron flexibles cuando naciste; crecieron y
aprendieron a caminar contigo; fueron tu mobiliario y tu defensa; se empaparon
de amor cuando tú amabas; se desplegaron con tu orgullo; te dolieron en las
noches de frío y desamparo. Con qué velocidad corrían tus fémures, tus peronés
y tus tibias. Con cuánta calidez abrazaban tus húmeros, tus cúbitos y tus
radios. Qué locuaces eran tus maxilares. Cuánto cuidado ponía tu cráneo para
proteger tu pensamiento. Cuánta evolución y cuánta ternura en tus falanges y
tus metacarpos. Qué velocidad la de tus astrágalos, tus cuneiformes y tus
falanges proximales. Qué gráciles tus vértebras desde las cervicales hasta el
coxis. Cuánta solidez suspendida en los huesos de tu tórax.
Permíteme poner en esos huesos que anduvieron contigo un
poco del querer que te guardo. Me fueron próximos mientras vivías. No los vi ni
los toqué, pero sentí muy de cerca su fuerza, su abatimiento y su alegría, su
suavidad y su dureza. Han ido saliendo a la luz de un tiempo acá, mientras la
muerte te despoja del resto. Los has ido pariendo en el trabajo lento de tu
propia demolición en el fondo de la tumba, del osario o del imaginario: a fin
de cuentas pueden haber pertenecido a cualquier persona y no tiene importancia
que sean propios o ajenos o mezclados, que estén completos o incompletos, que
sean sólo un pequeño fragmento renegrido por el tiempo, una figuración de
Posada o de Vesalius o del anónimo escultor azteca que colocó tu cráneo en el
ombligo de Coatlicue.
No es tampoco relevante la distancia que la cultura ha ido
poniendo entre los huesos de los que ya partieron y los que aún seguimos de
este lado: qué importa ya que hayamos perdido la costumbre de ungirlos con
aceites aromáticos o sacarlos al sol en los días de agosto, o la de construir
el espejismo de la integridad corporal sustituyendo las coyunturas blandas con
cintas de terciopelo; de todos modos, tus huesos son el cimiento bajo mis pies,
las marcas de la ruta náutica que vigilan y reposan en el fondo del mar, la
evocación de las fotos y las ilustraciones o la inspiración que respiro en el
aire como una presencia molecular, tenue y sin nombre, pero de todos modos
amorosa.
No veo en tus huesos reliquias o fetiches porque no
conservan tu gracia ni tu risa ni tu enojo ni tu llanto. No son tu esencia,
pero sí tu almendra. No son el alma.
Tu alma es la totalidad de los recuerdos y las imágenes que
fuiste dejando en la conciencia de quienes no han emprendido aún el viaje hacia
la nada: esas palabras tuyas que siguen resonando en la memoria de los tuyos;
tu apretón de manos todavía presente en las manos de tus vivos; tu caricia
recordada por su piel; tus manos en el torno; tus pies sobre la duela; tu
regalo, tu consejo, tu reclamo, tu elogio, tu mirada silente, tu escucha ciega,
tu tacto mudo, tu gusto sordo, tu olfato huérfano.
Los huesos van muriendo despacio hasta volverse polvo
derrumbado en sí mismo; el alma habrá de disolverse conforme la vida de tu
gente avanza hacia el futuro. Unos y otra, por lo pronto, están aquí,
presentes, en la gloria del afecto y en la pena del recuerdo ingrato. Unos y
otra se irán poco a poco y el nombre y el rostro que los une en nosotros se
borrará hasta fusionarse en la noción incierta de los millones que nos
precedieron y que hicieron posible nuestra existencia: descubridores del fuego,
inventores de la rueda, pioneras de la alfarería, sacerdotisas y alquimistas,
creadores de la épica y la lírica, comadronas de los rayos equis,
domesticadores de la electricidad, abuelos transmisores de genes, madres del
consuelo, padres de la aspirina, muertos todos, dadores de vida.
Por hoy, tu alma y tus huesos están presentes y para ellos
es la ofrenda de estos días en que el frío del invierno empieza a aterrizar
sobre los pueblos.
Te ofrezco dulce de calabaza para la amargura de tu no
estar. Enciendo la luz suave de las veladoras para no lastimar el vacío de tus
órbitas oculares; quemo incienso y copal que evoquen con sus humos una
epidermis hermana para la piel de tu alma; sobre la mesa que he dispuesto para
ti pongo cartas antiguas y jamás abiertas para que recuerdes el abecedario; te
sirvo pan y tamales para el hambre que tuviste; te doy agua para la aridez
exasperante de la tumba; aproximo una silla vacía para imaginarte en ella;
expongo tu retrato vivo para instalar en mí la ilusión de tu mirada; te brindo
licor para tus penas difuntas; decoro la casa con cempasúchiles frescos para
que encarne en sus pétalos tu corazón perdido.
Esto no tiene nada que ver con el Diablo o con Dios, con
paraísos o con infiernos, con espantos y aparecidos; es un impulso para
descifrarme y descifrarte en lo que queda de tus huesos, en lo que te queda de
alma, en lo que permanece de ambas cosas. Es lo más parecido a un encuentro,
con su parte de fiesta y su parte de tristeza, en este mundo, porque no hay
otro, entre alguien que es y alguien que fue y de quien no resta, sino huesos o
cenizas y un alma menguante.
Tú deshabitas en el aire, en mi cabeza o en la tierra
inaccesible debajo de una lápida, pero en estos días te has hecho presente con
algo indefinible. Estás tan cerca como para hablarte, para tocarte casi, y
poner ante ti una pizca de existencia. No están tu gracia ni tu risa ni tu
enojo ni tu llanto. No está tu esencia, pero sí tu almendra. Déjame comulgar
con tu alma y con tus huesos. Déjame distraerte de tu muerte por un instante
con la vida que brota desde el abismo elemental y ciego del amor entrañable.
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