Por: Juan Pablo Proal
En: Proceso
“Cuando uno se ríe y el otro sufre ya no es broma”. Con esta frase la
actriz Ninel Conde encabezó una campaña contra el bullying auspiciada
por el ahora senador perredista Mario Delgado.
En agosto del año pasado Conde abandonó la red social Twitter, fastidiada de ser el blanco de burlas de los usuarios. La actriz fue crucificada por escribir mensajes con faltas de ortografía, así como por llamar “presidente de Toluca” a Enrique Peña Nieto y otras pifias similares.
En agosto del año pasado Conde abandonó la red social Twitter, fastidiada de ser el blanco de burlas de los usuarios. La actriz fue crucificada por escribir mensajes con faltas de ortografía, así como por llamar “presidente de Toluca” a Enrique Peña Nieto y otras pifias similares.
Pronto,
Conde suplió al personaje ficticio “Pepito” y comenzaron a escribirse
decenas de chistes sobre su persona: “Me tomé una pastilla del día
siguiente para que fuera jueves y aún es miércoles, no se dejen engañar,
no sirve”, “Me informan que Ninel Conde está muy apurada estudiando
para su prueba de embarazo”.
Antes, más figuras de la farándula
cancelaron sus cuentas en Twitter, al no soportar la inquisición
cibernética. Yuridia, Mario Domm, Alejandro Sanz y Aleks Syntek, entre
ellos.
Los presentadores de chismes de televisión constantemente
utilizan el argumento de que pueden enjuiciar, humillar y exhibir la
vida privada de los famosos, bajo la premisa de que “son figuras
públicas” y “así es este negocio”. Siguiendo esta lógica, muchos
usuarios de las redes sociales asumieron como propia la ética del
locutor Daniel Bisogno: linchan a quien comete una falta de ortografía,
hacen escarnio de los defectos físicos de los otros, cometen crueles
actos de discriminación y ridiculizan a quien piensa diferente.
A
la cantautora Amandititita, por ejemplo, le han enviado imágenes de
enanos para hostigarla por su baja estatura. Incluso le llovieron mofas
por “atreverse” a entrevistar al boxeador Humberto, “La Chiquita”,
González. “No eres Lydia Cacho”, le recordaron.
Un caso más grave
de intolerancia en redes sociales lo cometió el gobierno de Javier
Duarte, en Veracruz, al encarcelar a dos tuiteros por reproducir
información que circulaba en las redes sociales sobre presuntos actos
terroristas cometidos por el narcotráfico. Y peor aún fue la exhibición
de los cadáveres de dos usuarios de internet en un puente de Nuevo
Laredo, Tamaulipas, con la firma del cártel de “Los Zetas”, por
denunciar las actividades criminales de este grupo delictivo.
Durante
la campaña electoral, presa de las críticas, el presentador del
noticiero matutino de Televisa, Carlos Loret de Mola, bautizó a Twitter
“la dictadura del odio”, en respuesta a los miles de usuarios que lo
acusaron de servir a los intereses de Enrique Peña Nieto.
En un
caso aparte, estampa de la discriminación, la hija mayor del gobernador
de Baja California Sur, Marcos Covarrubias Villaseñor, calificó de
“indios” a los que se emocionan por ir a una plaza comercial de esa
entidad. Antes, en diciembre de 2011, la hija del presidente electo,
Paulina Peña, reprodujo un mensaje que rápidamente se popularizó: “Un
saludo a toda la bola de pendejos, que forman parte de la prole y sólo
critican a quien envidian! (sic)”.
Las redes sociales son un
reflejo de la diversa cultura mexicana. Hay usuarios que tienen la
lógica de achacarle a Andrés Manuel López Obrador todos los males del
país y tildar de imbéciles ciegos –“Pejezombies”- a sus simpatizantes.
Hay cibernautas que culpan de cualquier mal moderno a la mítica
“conspiración judía internacional”. Y hay muchos más enemigos igual de
dispares, según los ojos de quien los mira: masones, panistas,
activistas, católicos, illuminati, mormones, priistas, ateos, ciclistas,
automovilistas, la maldita izquierda, los hipsters, los
extraterrestres…
El mundo es tan complejo e inconexo que todos
tenemos la libertad de interpretarlo según nuestra historia de vida. De
alguna manera, cada quien cargamos con nuestra dosis de frustración: el
asalariado que trabaja arduamente mientras los senadores reciben una
dieta infame, el joven que es rechazado de todas las universidades, el
católico que percibe con alarma el incremento de las sectas o el
izquierdista decepcionado de sus representantes partidistas.
Es
sano retroalimentar nuestras diferencias y enriquecernos, pero cuando la
violencia se apodera del lenguaje entonces produce una madeja de odios,
heridas, tristezas, venganzas e incluso sufrimiento y muerte. Anular al
otro o pulverizarlo no abona a un país teñido de rojo intenso.
Es
verdad, las figuras públicas deben asumir la responsabilidad de tener
una voz que llega a las masas. Nadie puede pararse frente a la
televisión, manipular la realidad y a cambio esperar sumisas loas. Sin
embargo, no es una muestra de civilidad ni humanidad burlarse de la
condición social del otro, crear una tendencia clasista
(#Esdenacos-#Esdeindios) u hostigar sistemáticamente a un tuitero. Esto
tiene el rostro de la mezquindad y peor cuando se ejerce desde el
cobarde anonimato.
Desde otra perspectiva, gracias a las redes
sociales en el país han nacido iniciativas cívicas que jamás se habrían
consolidado sin internet. Esta herramienta cocinó el movimiento
estudiantil más importante de las últimas décadas, ha servido para
boicotear a empresas abusivas, exhibir a compañías fraudulentas y darle
un respiro a la libertad de expresión y el periodismo.
Al final de
cuentas, Twitter y las demás redes sociales no son el diablo, sino sólo
un reflejo de la sociedad que lo maneja; puede ser como la televisión,
tan dañino como el más vomitivo reality o tan enriquecedor como el mejor
de los documentales. Todo estriba en cómo usarlo.
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