Por: Jorge Javier Romero Vadillo para Sin embargo.
Faltan apenas unos días para que el PRI regrese al poder.
Mucho se ha escrito ya sobre las diferencias que habrá entre el nuevo
Presidente y sus antecesores de la época clásica del régimen monopólico, cuando
el titular del Ejecutivo era el señor del gran poder que ejercía el arbitraje
final sobre toda cuestión política o económica relevante que en el país ocurría.
Ahora el Presidente no tendrá el control del Congreso, la Suprema Corte ha
ganado en autonomía y los gobernadores, incluso los de su propio partido, no
son ya más simples empleados nombrados desde Los Pinos a los cuales el
Presidente en turno pueda remover si se muestran díscolos pues le deben el
cargo a los electores.
Sin duda, el poder omnímodo de la vieja presidencia no
volverá, pues mucho se ha ganado en la construcción de la democracia mexicana y
en la limitación del poder a través de la ley, pero tampoco estamos ante un
escenario en el que la vuelta del PRI al poder se dé en condiciones plenas de
vigencia de una institucionalidad legal-racional que obligue al viejo partido a
desarrollar un repertorio estratégico nuevo, apegado al orden jurídico. El diseño
del gobierno que Peña Nieto ha planteado, con una Secretaría de Gobernación
encargada de la seguridad pública, de la inteligencia y de la negociación
política y una Secretaría de Hacienda encargada de los dineros y del control de
la administración pública ha llamado a escándalo, pues hay quienes ven en ello
la muestra de que el viejo PRI viene de regreso; varios diputados y
comentaristas le han dedicado encendidas críticas por autoritario y
centralista. En cualquier régimen democrático, empero, el jefe del gobierno
busca organizar su administración de la manera que considera más eficiente; los
ajustes de ministerios, las concentraciones de funciones o el cambio en el
reparto de atribuciones son normales. Nadie se sorprende porque se sabe que más
allá de que las funciones las concentre una u otra dependencia, éstas se
llevarán a cabo con estricto respeto a la ley pues las realizarán funcionarios
de carrera que ocupan sus cargos por sus méritos y conocimientos, no por su
lealtad partidista, por lo que resulta relativamente irrelevante si dependen de
un ministerio o de otro. El problema en México es que el orden jurídico no ha
terminado de consolidarse como el marco auténtico de reglas del juego que
norman el ejercicio del poder. Tradicionalmente, la ley en México ha sido un
referente para que los políticos administren la negociación de la
desobediencia; la aplicación de la norma ha sido siempre personalizada y ha
dependido de los recursos o la fuerza de los diferentes actores y de su
cercanía o lejanía respecto al poder. El asunto no es si la Secretaría de
Gobernación concentra a las fuerzas de seguridad del Estado, función que le
correspondería en cualquier régimen democrático, sino si esa o cualquier otra
dependencia ejerce su tarea con profesionalismo y apego al derecho. Si bien
todos los partidos mexicanos cojean del mismo pie en lo que se refiere a la
falta de compromiso con el orden legal, el PRI ha sido tradicionalmente el
especialista en la administración particularista del derecho. Y tradicionalmente
ha basado su manera de gobernar y mantener la paz en el reparto de rentas
públicas entre sus clientelas. De ahí que eso de lidiar con funcionarios
heredados, que le deban su cargo a un concurso de oposición y no a la gracia
del señor secretario, no se les da. El PRI siempre ha basado su control
político en la capacidad discrecional del gobernante de dar y quitar el empleo
público, por lo que un servicio público profesional no va con su naturaleza. Lo
suyo es el sistema de botín, donde los puestos son garantía de disciplina y
mecanismo de castigo. El sistema de incentivos del ejercicio del poder priista
premia la disciplina y la lealtad, no el mérito o la capacidad. Baste ver el
nivel de la mayoría de sus cuadros para notar que sus principales virtudes no han
sido la especialización técnica o la capacidad profesional. Lo relevante del
diseño del nuevo gobierno no es si Gobernación o Hacienda van a ser súper
secretarías. Lo notable es que para ejercer su poder como sabe hacerlo al PRI
le estorba incluso el precario servicio profesional que surgió en la época de
Fox y que mucho tiene de simulación. Nada de concursos para nombrar directores
generales. De lo que se trata es de repartir el botín entre los leales y de que
ejerzan los cargos como fieles transmisores de la voluntad presidencial. Así ha
sido siempre, así saben hacer las cosas, no con apego a rígidos mecanismos
burocráticos, sino con la flexibilidad que da el control vertical de la
clientela y el reparto discrecional de la nómina burocrática. Y nada como un
spoil system, como se le llama en inglés a este tipo de burocracias de reparto
de botín, para manejar el presupuesto con la flexibilidad que requiere la
negociación permanente de la desobediencia. Un burócrata que le debe el cargo a
su jefe y que sabe que se irá con él no tiene horizonte de largo plazo ni tiene
que rendir más cuentas que las que le pida el que lo nombró. Su desempeño no
será evaluado por sus cualidades técnicas ni por su apego a la norma, sino por
su lealtad y discreción. El problema es que el elemento más importante para
mejorar el desempeño de una administración pública y reducir los márgenes de la
corrupción es un reclutamiento meritocrático que le de a los funcionarios un
horizonte de largo plazo que no dependa de su lealtad partidista, pero eso de
la mejora del desempeño nunca ha estado entre los objetivos del PRI. De lo que
se trata es de repartir los recursos entre los leales para así mantener la paz
y el orden aunque todo funcione de manera mediocre. Mientras, a lo lejos, se
escucha al ex presidente Ernesto Zedillo, que en el desierto clama: “Un
propósito principal de todos los mexicanos, de las organizaciones y de los
partidos políticos, debería ser reconstruir en el lapso de unos cuantos años un
verdadero Estado de derecho que ofrezca seguridad y justicia”, y dice que esa
sería “la construcción institucional más importante desde la Revolución
Mexicana” que garantizaría no sólo la seguridad sino un mejor desempeño
económico en las condiciones complejas de la competencia globalizada. Será para
la próxima, porque a Peña Nieto y su partido les gusta hacer las cosas como
aprendieron de sus próceres.
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