Por: Jorge Zepeda Patterson en Sinembargo
No importa quien quede en la Presidencia, de lo que podemos
estar seguros hoy en día es que será una mediocridad. Es una afirmación de
Joseph Epstein, el aclamado ensayista, quien afirma que la pobreza ética e
intelectual de los políticos no es la excepción, sino la regla y cita a Lord
Bryce que en 1888 afirmaba: “El votante norteamericano común no objeta la
mediocridad. Tiene una concepción más pobre de las cualidades requeridas para
ser un hombre de estado que su equivalente en Europa. Él quiere que sus
candidatos tengan sentido común, vigor y sobre todo carisma; y no aprecia,
porque no ve la necesidad de ello, originalidad o profundidad, una cultura fina
o un amplio conocimiento”.
Para confirmar que eso no ha cambiado, Epstein nos
pide recordar a los presidentes Ford, Carter, Reagan, Bush, Clinton y Obama.
Habría que preguntarnos si tal es el caso también en México. Nadie puede acusar
a Peña Nieto de ser un hombre ilustrado, culto o profundo. Aunque bien mirado,
podríamos extenderlo al resto del mundo. Berlusconis y Sarkozys abundan por
todos lados y en cambio rara vez nos encontramos a los Nelson Mandela o Václav
Havel. Lord Bryce lo decía tajantemente desde el siglo XIX: “Rara vez los
grandes hombres son elegidos presidentes. Primero, porque los grandes hombres
rara vez se dedican a la política; segundo, porque los métodos de elección no
los elevan a la cima; y porque en períodos tranquilos no son en absoluto
necesarios”. [1] ¿Son grandes hombres los presidentes, senadores y gobernadores
que tenemos en México? Supongo que ni el militante más abyecto podría responder
en positivo. ¿Fox, Calderón, Zedillo, Salinas, López Portillo han tenido madera
de estadistas? La pregunta se responde sola si atendemos al calamitoso estado
en que se encuentra el país, presa de los monopolios y de los poderes factuales
incluyendo el narcotráfico. Salvo algunas características aisladas como los arranques
oratorios de Jolopo, las ambiciones transexenales de Salinas, el carisma
campechano de Fox, la modestia de Zedillo y la … (póngale usted el adjetivo) de
Calderón, los mandatarios recientes son más bien una mezcla de virtudes y
defectos no muy diferente a la de los hombres de a pie. No creo que Lord Bryce
hubiera cambiado mucho su criterio tras una cena con el actual huésped de Los
Pinos, y mucho menos con el futuro mandamás de la casa presidencial.
En todo
caso, sería una visita breve: la conversación sobre libros se limitaría a algún
pasaje bíblico y al directorio telefónico. El tema de fondo es saber si los
mexicanos están esperando estadistas o, como los votantes norteamericanos,
prefieren que sea simplemente alguien como ellos, uno del montón, no
precisamente más culto, original y profundo, sino simplemente alguien que
parezca decidido, firme y carismático. Si tal fuera el caso, sobre aviso no hay
engaño. Pero me temo que los mexicanos seguimos atados a la figura del
Tlatoani.
En cada renovación presidencial una parte de nosotros quisiera creer
que todavía es posible el arribo de una figura poderosa, justa y sabia, capaz
de enrumbar al país por la ruta de la modernidad y el desarrollo. La cultura
del caudillo sigue vigente en el código genético nacional, por así decirlo.
Implícitamente cultivamos la noción de que todo líder, sólo por serlo, es más
inteligente, más preparado, más ilustrado y competente que el resto de los
conciudadanos. Y en verdad debe estar en los códigos genéticos porque por más
que la experiencia nos muestra lo contrario, de alguna forma mantenemos la
esperanza. Una esperanza absurda si nos atenemos a las palabras de Lord Bryce.
Primero, porque en México los mejores hombres y mujeres por lo general no se
dedican a la política. Un amigo procedente de una talentosa familia lo ponía
muy claro: uno de los hermanos fue científico, él es un destacado abogado y la
hermana es solista en una filarmónica. Como el más pequeño carecía de algún
talento se dedicó a la política. Hoy es diputado. No son precisamente los
cuadros más cultos, estudiosos y honestos los que se orientan a la grilla.
Ciertamente las habilidades políticas requieren cierta capacidad de
manipulación y sentido de la oportunidad.
Pero con más frecuencia no se
necesita otra virtud que ser pariente o amigo de otro que ya escaló en la
administración pública. Segundo, incluso si por excepción a la regla un joven
bienintencionado y culto se dedica a la política, es muy difícil que prospere
dentro de ella, a menos que olvide sus libros y, sobre todo, sus buenas
intenciones.
En otras palabras, como diría Lord Bryce, las mejores personas no
son las que avanzan en la política, incluso se quisieron dedicarse a ella. Así
que no esperemos otra cosa, independientemente de la tendencia ideológica que
profesemos. Algunos políticos serán menos mediocres que otros, pero el sistema
no prohíja Nelson Mandelas, más bien los impide. No son casuales los bajos
raitings de confianza y legitimidad que padece la clase política prácticamente
en todo el mundo. La única manera en que podemos aspirar a un buen gobierno es
asegurándonos que los políticos no gobiernen solos. Como suele decirse, los
asuntos públicos son demasiado importantes para dejarlos exclusivamente en sus
manos. Y las manos de Peña Nieto no serán muy distintas. Ciertamente tiene los
padrinos adecuados y fotografía muy bien. Pero librado a sí mismo estaríamos
condenados a la mediocridad propia de los gobernantes.
Este contenido ha sido publicado originalmente por
SINEMBARGO.MX en la siguiente dirección:
http://www.sinembargo.mx/opinion/17-10-2012/10161
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