Tiempo de saldos. Tiempo de reflexión. Tiempo indispensable de repensar la “guerra contra el narcotráfico” de Felipe Calderón y el país que deja tras de sí. Un México más violento y menos seguro; una frontera más fortificada y menos controlable; un Ejército más involucrado y menos eficaz cuando de disminuir la violencia se trata. Allí están los 65,000 muertos y los centenares de desaparecidos. Allí están Ciudad Juárez y Culiacán, entre las ciudades más violentas del mundo. Allí está las bandas de narcotraficantes, más fuertes que nunca. Allí está un escenario criminal más fraccionalizado y descentralizado, pero también más caótico y más violento. En los 90 había cuatro cárteles que se repartían el mercado; hoy hay más de siete que lo disputan.
Como lo sugiere David Shirk en The Drug War in Mexico, publicado por el Council on Foreign Relations, hay serias preguntas que hacer sobre la efectividad de la estrategia militar del último sexenio. Ha traído consigo resultados impredecibles y poco exitosos en cuanto a la reducción de la violencia. Ha entrañado -muchas veces- tan sólo moverla de lugar. El papel ambiguo del Ejército ha llevado a la confusión y a la confrontación entre los distintos niveles de gobierno. El Ejército se expande pero también se corrompe; defiende a los civiles pero también abusa de ellos. Y cada vez más personas salen de sus filas para incorporarse a los bandos contrarios. 20,000 desertores pueblan las filas de Los Zetas, inaugurando tácticas militarizadas que incluyen las decapitaciones. Las ejecuciones. Las narcomantas. Nuevas formas de violencia en manos de viejos expertos.
Y un negocio que -paradójicamente- crece, se expande, se enquista cada vez más. Según estimaciones recientes, las ganancias anuales del narcotráfico representan entre 3-4 por ciento del PIB, o sea cerca de 30 mil millones de dólares. Alrededor de 450,000 mexicanos participan en la economía ilegítima que las drogas han creado. Y aunque la cruzada calderonista ha dividido a los principales cárteles, no ha asegurado su destrucción. Ha intentado perseguirlos en las calles pero no ha logrado condenarlos en las cortes. El sistema judicial mexicano no es lo suficientemente robusto como para enjuiciar a los criminales y encarcelarlos; no es lo suficientemente fuerte como para encarar a los narcotraficantes y procesarlos. Las cortes en México están caracterizadas por la corrupción y el tráfico de influencias y la ineficacia de Ministerios Públicos que detienen a criminales pero no logran mantenerlos tras las rejas.
Y por ello, la erosión de la legitimidad de una guerra que nunca contó con una estrategia clara, con una serie de objetivos medibles, con una visión de éxito cuantificable. El Estado y el Ejército pierden credibilidad porque ejecutan a capos pero son incapaces de contener la violencia ascendente que su muerte desata. A nivel nacional -como argumenta Shirk- el apoyo a la guerra está perdiendo apoyo y rápidamente. La mayor parte de los mexicanos cree que el gobierno no ha ganado la pelea que Calderón emprendió. A nivel estatal el narcotráfico cuenta con la complicidad, la anuencia, o incluso la simpatía de ciertos sectores de la población. Una ciudadanía exhausta prefiere la paz corrupta que el narcotráfico ofrece, a la guerra sin tregua que el gobierno promueve.
Es hora de reconocerlo. México padece una crisis de seguridad que empeora en lugar de mejorar. La geografía de la violencia se expande, mientras la capacidad del Ejército para contenerla disminuye. Toca a hijos de políticos, a candidatos, a presidentes municipales, a jueces, a periodistas. Toca a Chihuahua y a Michoacán y a Sinaloa y a Tamaulipas entre tantos lugares más. Infiltra al gobierno federal, a los gobiernos estatales, a los gobiernos municipales, a cada pasillo del poder. Hoy -como lo revelan las encuestas- pocos mexicanos sienten que su seguridad personal ha mejorado. Al contrario. La ingobernabilidad en ciertas zonas del país crece, mientras que el apoyo de la población al esfuerzo militar disminuye a la par.
Ante ello, el futuro gobierno de Enrique Peña Nieto ofrece una Estrategia Nacional Para Reducir la Violencia. Ofrece reducir en 50 por ciento los homicidios y los secuestros en su primer año en el poder. Ofrece recuperar la paz y la libertad en los municipios con más violencia. Y es aplaudible que comience a hablar del tema incómodo que nadie quiere tocar; la guerra fallida que nadie se atreve a repensar. Pero habrá que hacerlo ante la realidad irrebatible de un conflicto que empeora, día con día, calle tras calle, municipio tras municipio.
Para enfrentarlo no bastará crear una Gendarmería Nacional o duplicar el número de efectivos de élite en la Policía Federal o crear la Policía de Investigación Científica. Todas ellas medidas loables pero insuficientes en comparación con el efecto sobre el mercado que la única solución real -la legalización de las drogas- acarrearía. Si no, la “guerra contra el narcotráfico” acabará siendo la continuación de la ineficacia por todos los medios.
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